Llegamos a Lorca [Lorkuz] (el segundo Lorca que piso, pues muchos años antes había estado en el Lorca del sur ibérico), cuando el crepúsculo vierte tintes inimaginables, y llegamos con buen pie en el pedal, porque si inicialmente era un pueblo que sólo nos vería pasar, Lorca se convirtió en término de etapa, y la satisfacción es grande, yo diría gigante, como la sonrisa de José Ramón, el hospitalero que nos abrió su albergue. Albergue de peregrinos [Teléf.: (34)948-640 045]. Nos instalamos con la ayuda de José en la habitación del segundo piso que da a la calle y con el balcón ideal para tender la ropa que lavaríamos. El hospitalero vraiment hospitalario nos recitó la lista de servicios del albergue mientras servía una cerveza a un cliente del bar. La tele encendida en espera del partido de football de esa noche, partido muy esperado por los españoles. José nos preguntó si queríamos cenar y luego nos hizo saber que dos peregrinos italianos (Gilberto & Marco), también ciclistas, e instalados en el albergue al poco rato de llegar nosotros, iban a preparar un risotto con vegetales y que nos invitaban a compartirlo. La cena compartida, lo fue frente al match de balompié. Nosotros encargamos a José que nos preparara un plato surtido con queso y jamón, y aportamos una botella de vino. Terminada la cena y colocada la loza en el lavaplatos, salimos a descubrir el pueblo. Pueblo de ciento y pocos habitantes, con casas robustas de fachadas blasonadas datando del XVII y el XVIII. Calle y Plaza Mayor, e iglesia románica con bóveda de horno en la cabecera, también románica la pila bautismal y como en otros villorrios, la efigie del apóstol, en este caso un Santiago Peregrino, de factura barroca. La luz natural se fue trotando a galope y se encendieron los faroles de la calle Mayor. La gran curiosidad alrededor de Lorca, es el río Salado, que en el Calixtino ya mencionan como venenoso por la abundancia de sales en sus aguas. Escribo aquí lo que dejó en tinta sobre un papel troceado, un peregrino que se hubo detenido en Lorca; “José es un ángel en el camino”, y nosotros lo creemos bien, y nos imaginamos al hospitalero, poner tapa y vino sobre el mostrador del bar, y a un lado, el libro que leía cuando allí estuvimos, “El criticón” de Baltasar Gracián, y que fuera publicado en la segunda mitad del XVII. Gracias José por tu gentileza de magnífico hospitalero. ©eW&cAc.
lundi 21 juin 2010
Lorca, pueblo de casas blasonadas
Llegamos a Lorca [Lorkuz] (el segundo Lorca que piso, pues muchos años antes había estado en el Lorca del sur ibérico), cuando el crepúsculo vierte tintes inimaginables, y llegamos con buen pie en el pedal, porque si inicialmente era un pueblo que sólo nos vería pasar, Lorca se convirtió en término de etapa, y la satisfacción es grande, yo diría gigante, como la sonrisa de José Ramón, el hospitalero que nos abrió su albergue. Albergue de peregrinos [Teléf.: (34)948-640 045]. Nos instalamos con la ayuda de José en la habitación del segundo piso que da a la calle y con el balcón ideal para tender la ropa que lavaríamos. El hospitalero vraiment hospitalario nos recitó la lista de servicios del albergue mientras servía una cerveza a un cliente del bar. La tele encendida en espera del partido de football de esa noche, partido muy esperado por los españoles. José nos preguntó si queríamos cenar y luego nos hizo saber que dos peregrinos italianos (Gilberto & Marco), también ciclistas, e instalados en el albergue al poco rato de llegar nosotros, iban a preparar un risotto con vegetales y que nos invitaban a compartirlo. La cena compartida, lo fue frente al match de balompié. Nosotros encargamos a José que nos preparara un plato surtido con queso y jamón, y aportamos una botella de vino. Terminada la cena y colocada la loza en el lavaplatos, salimos a descubrir el pueblo. Pueblo de ciento y pocos habitantes, con casas robustas de fachadas blasonadas datando del XVII y el XVIII. Calle y Plaza Mayor, e iglesia románica con bóveda de horno en la cabecera, también románica la pila bautismal y como en otros villorrios, la efigie del apóstol, en este caso un Santiago Peregrino, de factura barroca. La luz natural se fue trotando a galope y se encendieron los faroles de la calle Mayor. La gran curiosidad alrededor de Lorca, es el río Salado, que en el Calixtino ya mencionan como venenoso por la abundancia de sales en sus aguas. Escribo aquí lo que dejó en tinta sobre un papel troceado, un peregrino que se hubo detenido en Lorca; “José es un ángel en el camino”, y nosotros lo creemos bien, y nos imaginamos al hospitalero, poner tapa y vino sobre el mostrador del bar, y a un lado, el libro que leía cuando allí estuvimos, “El criticón” de Baltasar Gracián, y que fuera publicado en la segunda mitad del XVII. Gracias José por tu gentileza de magnífico hospitalero. ©eW&cAc.
Mañeru y Cirauqui, en Guirguillano
Navarra es oro sol y prados con olivos, cipreses y retama olorosa al final de la tarde. La NA-1110 al serpentear las colinas suaves de la comuna de Guirguillano atraviesa dos pueblitos con nombres sorpresivos: Mañeru, a casi 600 m de altitud, y en el descenso hacia la Virgen de Aoitz, Cirauqui. También sorpresivos son los nombres por los que llaman a sus calles y plazas, que en Mañeru pueden ser Sol, Luna, Fe, Esperanza o Caridad, y en las cuales se levantan casonas palaciegas de rústicas fachadas en piedras armeras que cuentan siglos (del XVII y del XVIII). Del s.XVIII, la barroca San Pedro, una iglesia visible desde lejos por su torre de remate neoclásico. Luego viene Cirauqui [Zirauki] que significa “nido de víbora”. El mismo sol y los mismos prados centelleantes. La retama amarillando el camino. Atravesamos el único arco que queda de la muralla, buscando una fuente de agua. El pueblo se levanta en los flancos de una colina, y en lo alto se erige la iglesia-fortaleza de San Román, cuya portada del s. XIII es de un gran parecido a la que acabamos de ver en Puente la Reina, en la iglesia de Santiago. El astro en su huida, lo llevamos de frente. Calienta aún y matiza de claroscuros los sembrados en esas tierras valonadas. La etapa está a punto de acabar, y con ella, otro tramo del camino. ©eW&cAc
Aparece el “camino francés”…
Como antes he comentado, el camino francés es aquel que nos lleva a Santiago desde Puente la Reina [Gares], pues es en esta localidad navarra donde se unen dos caminos, el aragonés que viene de Somport y el que nosotros recorrimos, que viene de Roncesvalles. Llegamos a Puente, como se le conoce familiarmente al pueblo, casi a las cuatro de la tarde, sedientos, pero no fatigados. El descenso desde el Puerto del Perdón por la N-111A hasta Puente es gratificante, y ni caso hicimos al atravesar Legarda. La tierra es roja, prados pintados de oro y flancos de colinas forestados. Estamos impacientes por llegar al pueblo cuyo puente románico fue mandado a construir por una soberana que trae en jaque a los historiadores. La intención de sellar la credencial en la villa cabecera de Valdizarbe se convirtió en hecho, y una vez satisfechos, y calmada la sed en el albergue de peregrinos, nos tomamos una pausa. Evidentemente, una pausa en el pedaleo, pues caminar Puente la Reina lo merece. Aparcamos las bicicletas en un recodo de la iglesia del Crucifijo, construida por los Templarios. Hubo hospital, que llevaron también los Templarios, y ahora desaparecido, un colegio lo remplaza. Al interior de la iglesia el silencio es roto por nuestros pasos. La oscuridad no impide que apreciemos la estatua romana de Santa María de las Huestas. Un vitral se encarga de dejar pasar la claridad que el sol en su huída, riega a borbotones. Semioscuridad entonces, la luz necesaria para percibir un Cristo tallado en madera hacia el siglo XIV y clavado sobre la cruz pero posicionado en Y.
Iglesia del Crucifijo
Pasando el puerto del Perdón
Siguiendo las flechas amarillas que llevan al peregrino hasta Santiago, nos vimos otra vez en ese enredo que son los modernos arrabales de las ciudades españolas. Pamplona se acabó en la ronda que la circunvala y comenzamos a rodar por la carretera a Cizur Menor que es también el camino señalizado. Avistamos una bandera con la cruz de Malta ondeando sobre una torre atalaya. Es el antiguo monasterio de los Caballeros de San Juan de Jerusalén que se levanta en Cizur Menor [Zizur Txiquia], pequeñísimo pueblo hoy casi colgado a Pamplona. Nos detuvimos en el también pequeñísimo albergue de peregrinos, regido por la Soberana Orden de Malta. Primero nos presentamos al hospitalero para sellar la credencial. El hospitalero, un argentino rondando los sesenta años, que al vernos en atuendo de ciclistas, nos hizo saber que no había capacidad en el albergue, cosa que no le habíamos preguntado. Curioso y hablantín, nos invitó a una conferencia que tendría lugar a las cinco de la tarde y a la misa de las siete. Todavía debe estar esperándonos! Los argentinos, -y que me excusen los que conozco y son mis amigos, siempre dan la nota de insoportables. Me pregunto si el hospitalero se radicó allí a raíz del famoso “corralito” argentino y que produjo una importante ola migratoria de los sudamericanos que más europeos se sienten… Luego echamos un vistazo a la iglesia de San Miguel, de estilo románico y que data del siglo XII.